Nicolas Ghesquière lo ha vuelto a hacer. Entregar una colección que suponga una bocanada de aire fresco. Líneas depuradas, materiales nobles y colores sobrios. Un tridente que el diseñador francés domina con maestría y que ha trabajado intensamente desde que llegara en 1997 a la casa Balenciaga -propiedad del Gucci Group desde 2001-.
Dando otra vuelta de tuerca, haciendo una segunda lectura; Ghesquière ha insuflado aire nuevo a los archivos del costurero. Siempre contemporaneo y actual, Balenciaga mantiene firme su legado mientras se afianza como punta de lanza de la la vanguardia creativa.
Volantes en las mangas, en la cintura, en los remates de las faldas. Profusión de volantes decorando vestidos negros, de forro blanco. Un efecto bicolor en directo guiño a una secuencia flamenca de cine expresionista. Las faldas caen en cascada diagonal de volantes, a modo de tail hem. Asimetrías que han caracterizado la mayoría de las salidas. Patronaje en las faldas -tratadas como pañuelos- donde la punta cae en el centro desvelando, torneados, los muslos. El tweed se ha juntado con el encaje. Y de nuevo las faldas, las absolutas protagonistas de la colección, se empeñaban en el más difícil todavía: replegarse sobre sí mísmas para volverse tableadas y emular discretos volantes al mostrar parte del forro. Cerrando el desfile, un ramillete de vestidos en tonos pastel -del azul baby al amarillo hielo- a base de recortes ensamblados.
Blanco, negro, y una ligera concesión al beis y al gris -en un amplio despliegue de tonalidades- para una colección que se ha acompañado de coquetos bolsos polvera y zapatos de estilo oxford con un tosco tacón cuadrado. Todo el rigor del maestro Cristóbal Balenciaga bajo la modera mirada de Nicolas Ghesquière. En una colección que mira la austeridad monacal de Zurbarán sin dejar de lado los vestidos sixties de impecable tailleur.
Vogue