El escenario dibujado por Miuccia Prada parecía el boceto de un mito: una especie de cuadrilátero laberíntico que serpentea en distintas calles por las que vagan modelos condenadas a no encontrarse nunca, en una especie de loop eterno.
El patrón que siguen es perverso: descienden una escalera de escalones demasiado altos con una mirada indescifrable y un punto altanera bajo intelectuales gafas de pasta -como quien tiene asumido su destino y le mira frente a frente- y dibujan con sus pasos el recorrido por las calles, marcando los ángulos, caminando con la parsimonia de quien sabe que nadie detendrá sus pasos.
Ah, los pasos. Había algo poético en la manera en que cada modelo daba los suyos. El ambiente oriental que inundaba todos los diseños -tanto que podríamos decir eso de ‘Prada goes geisha’- también estaba presente en el discurrir de las maniquíes, que daban pequeños y tímidos pasos cuando llevaban aparatosas sandalias de plataforma- con calcetines-, y más decididos cuando se trataba solo de calcetines -con la marca de cada dedo- anudados primorosamente con un pequeño lazo.
La banda sonora que envolvía este laberinto de modernas geishas era tan perversa y opresiva como la idea de jóvenes mujeres condenadas a caminar sin encontrarse durante la eternidad. Una voz torturada gemía dando síes en inglés y prometiendo amor en francés, mientras que volvía a negarlo en inglés.
Mientras, el desfile viaja de la noche al día. Comienza en absoluto negro, y la oscuridad se despliega en faldas que recuerdan a los uniformes escolares, camisas de cuellos redondos y vestidos con un cierto halo sixties pero siempre muy japonés.
El único estampado en las piezas que van mutando del negro al verde botella son flores de cerezo, solitarias flores con tallo que reposan en el pecho de las modelos. Va amaneciendo, y sobre la pasarela aparecen piezas más complejas. Capas en forma de quimonos en tonos crudos y brillantes.
Abrigos de pelo rosa palo con flores, cada vez más grandes, en rojo y negro. Apuntes cyber y hasta guiños harajuku. También un mono blanco, que hace pensar en Twiggy en pleno swinging london yendo de viaje a Tokio, o a una fan de Hello Kitty protagonista de una historia de ciencia-ficción. Y eso es justamente la esencia deMiuccia Prada: mezclar estilos y referentes absolutamente distintos.
La perversidad del esquema que parece la condena de las modelos cede en el carrusel final. Todas descienden en fila la escalera y, por una vez, recorren juntas el entramado del laberinto, pero nunca se tocan. Y es entonces cuando todo tiene un sentido. Todas juntas, todos esos quimonos, gafas de pasta, vestiditos y faldas cortas formando un ejércitojapo-sixties sobre la laberíntica pasarela. Y entonces, vuelven a marcharse. Antes de descubrir si es para siempre, Miuccia Prada,la creadora, emerge un momento entre las columnas, saluda y se despide. Y se hace la oscuridad.\
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